Bagá



Ubicación: Calle Reja de la Capilla, 3
       Jaén (Jaén)
       España
Código Postal: 23001
Teléfono: 953047450
Horario: Cierra domingos noche y lunes
Menciones: 1 Estrella Michelin
Tipo de cocina: De autor
Te puede interesar:
Web: https://bagagastronomico.com/
Precio estimado: 100,00€

Valoración media :  
5 stars   0
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4 estrellas de 1 Valoraciones
Cocina 4 4
Servicio 5 5
Local 3 3
Servicio del vino 4 4
Relacion calidad-precio 5 5
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7 comentarios sobre “Bagá

  • el 24 mayo, 2022 a las 21:21
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    Una experiencia singular

    Toda aquella persona que haya podido comer en Bagá (y remarco especialmente lo de poder comer allí siendo plenamente consciente de lo dificultoso que resulta hacerse con una reserva en este restaurante) seguramente coincidirá conmigo en que, llegar a hacerlo, supone una vivencia única y difícil de comparar a las demás que uno haya experimentado sentado en la mesa de un restaurante. Lo es en primer lugar por la peculiaridad del sitio ya que se trata de un local de ínfimas dimensiones que sólo puede albergar una decena de comensales a lo sumo. En la noche de actos que hoy nos ocupa únicamente divisé cuatro banquetas en la barra baja (de las cuales tres quedaron ocupadas) y una única mesa, la nuestra, dispuesta para seis comensales.

    Desde la misma calle se accede directamente al pequeño local, totalmente diáfano, en el que comparten espacio cocina, barra separatoria y sala. No crean que la primera roba espacio al resto, pues ésta tampoco es excesivamente grande. Para nada. Muchas de la cocinas de nuestros hogares superan con creces las dimensiones de la de Bagá. Sorprende también la ausencia de maquinaria y electrodomésticos sofisticados sobre las bancadas de la misma. Tan solo logramos divisar un frigorífico, unos fogones, un horno y un robot de cocina.

    Pero, sin duda alguna, el aspecto más singular del paso por Bagá es la propuesta culinaria que emana de la mente y que ejecutan las manos de Pedro Sánchez, cocinero y alma máter de esta casa.

    La cocina personal de Pedro Sánchez

    Desplazarse ex profeso hasta la ciudad de Jaén para cenar en un restaurante en un viaje exprés de poco más de veinticuatro horas tiene una razón de ser y ésta no es otra que llegar a conocer de primera mano la propuesta culinaria de la que todo el mundo habla. Y, cuando digo todo el mundo, me refiero especialmente al conjunto de grandes cocineros de este nuestro país que citan la cocina de Bagá como una de las más originales del panorama nacional en la actualidad.

    Hace relativamente poco, la editorial más prestigiosa de este país en el campo de la gastronomía lanzó un libro dedicado en exclusiva al cocinero Pedro Sánchez y, desde entonces, no hay chef con prestigio que no haya compartido en sus redes sociales alguna publicación al respecto. Además, muchos de ellos y ellas también se hacen eco de su paso por Bagá y no escatiman en elogios hacia el mundo singular que uno se encuentra en esta casa.

    Sin pretender ni siquiera hacer sombra a tales opiniones, sí me queda bien claro que, tras el paso por allí, pocas, o casi nulas, son las referencias anteriores con las que pueda comparar el menú que degustamos en esa su única mesa. Bagá somete al comensal a un ejercicio introspectivo donde prima la reflexión por encima del placer hedonista. Los platos de Sánchez no se caracterizan especialmente por uno u otro rasgo identitario y resulta muy difícil clasificar el tipo de cocina que se ejecuta en sus fogones. Aunque cada pase se configura a partir de un reducido número de ingredientes, no estamos ante una cocina que podamos catalogar como “de producto”. A pesar que los sabores de todas las elaboraciones evocan sensaciones ya antes conocidas no podemos hablar ni mucho menos de una cocina tradicional. Tampoco se admite el cliché de “cocina de vanguardia” pues no se vislumbran técnicas innovadoras ni presentaciones con efectos deslumbrantes.

    Comer en Bagá es como apuntarse a un juego sin haber querido conocer en profundidad las reglas de éste antes de la partida. El juego que propone Sánchez consiste principalmente en ofrecerte una serie de platos en los que, sobre un número limitado de ingredientes, se alcanza la sorpresa y se desencadena irremediablemente la reflexión y el juicio de quien participa en el juego. Combinaciones inverosímiles de sabores, un juego continuo de texturas y temperaturas, contrastes cromáticos que asombran y sensaciones en el paladar que desconciertan resultan ser al final las reglas de la partida. Y, como cualquier otro juego, al final puede gustarte más o menos, pero lo que realmente importa es saber si te has divertido jugando o no.

    Menú “Sentir Jaén”

    El menú arranca con dos aperitivos que ya suponen una verdadera declaración de intenciones. La mandarina y botarga por un lado y el carrueco por el otro nos sorprenden ya de salida por todos esos rasgos que citaba en párrafos anteriores: el juego de texturas (la mandarina como liofilizada, la botarga rallada o el carrueco líquido en contraposición a la presentación clásica a modo de puré), el contraste entre sabores singulares (ácido-salado), etcétera.

    Le siguen las quisquillas con perdiz, plato que todavía podía encasillarse en la línea de una cocina tradicional actualizada, que se abastece de productos clásicos y que se estructura desde la óptica siempre recurrente del juego que supone combinar “mar y montaña”. Una elaboración sin peros y que, hoy en día, resultará placentera hasta para el más común de los mortales. Sin ninguna duda.

    El menú da un giro bestial con las siguientes dos propuestas. Encontramos por un lado la remolacha con ciruelas pasas y rosas y, por otro, la almendra y caviar. En ambos pases desempeñan un papel determinante la puesta en escena y el impacto visual que produce su exposición ante el comensal. Una imagen ciertamente apetitosa y llamativa la del primero y un tanto provocadora y estrafalaria la del segundo, si se me permite la expresión. En boca, sin embargo, resulta muchísimo más rompedor el primero que coloca al comensal ante esas sensaciones térreas tan propias de la remolacha pero llevadas hasta un punto ciertamente elevado. En el segundo, más disfrutón, resulta interesante el contraste entre los sabores de la sopa de almendra y los matices salinos de la crema de caviar. Se abre el debate en la mesa.

    La pera con piel de anguila ahumada devuelve al comensal al recurrente juego de enfrentar lo dulce y lo salado, duelo que estuvo tan de moda en un pasado no muy lejano y que parece haber caído en desuso, como algo denostado entre cocineros y crítica especializada. El resultado convence, si bien encontramos un tamaño excesivo en la pera glaseada cuya ingesta se prolonga en demasía aunque no consigue llevarse por delante la carga sápida de la rica crema de anguila.

    La almendra, coco, piña y albahaca es una propuesta refrescante y armónica que se erige como una pequeña tregua en el carrusel de platos singulares que configuran este menú. Un conjunto redondo que se adapta un tanto más a la cocina que hemos podido degustar en otros lugares.

    Se retoma el filo de la navaja con tres propuestas que no dejan indiferente a nadie: el champiñón y colágeno de merluza, la ostra con pimiento y el praliné de ajo con panal de miel. Duelo de texturas en el primero que enfrenta el champiñón totalmente crudo con la sedosidad del colágeno emulsionado; combinación inverosímil de sabores en el segundo; radicalidad en el tercero que desenmascara por completo la personalidad arrolladora de un producto como el ajo, sin paliativo alguno, a pesar del dulzor que aporta la miel. Éxito rotundo del primero, controversia la generada por el segundo y aprobación unánime para el tercero de ellos.

    La ortiga de mar evoca la salinidad y frescura de la cocina marina, cosa que, curiosamente se refuerza con un producto térreo. Se trata de la mertensia marítima u hoja de ostra que confiere al conjunto el mismo sabor que aportaría el molusco del cual hereda su nombre. A modo de intermedio, se sirve después un plato de cuchara en formato mini. Se trata de un agua de tomate con huevas de trucha. Pase sencillo antes de encarar la recta final.

    Como platos “principales” llegan a la mesa unos callos de bacalao y puerro y, por último, vaca y vainilla. En el plato de pescado comparten protagonismo por igual el pescado que reúne untuosidad, densidad y sabor intenso, como mandan los cánones en un buen plato de callos, y la espuma de puerros que, sin perder un ápice de sabor, se presenta etérea y ligera. La vaca vieja se sirve cruda, a modo de jamón; una finísima lámina que se acompaña de su grasa aromatizada con vainilla. Surge nuevamente la diversidad de opiniones.

    El debate llega a su punto álgido con un pase que se sitúa a medio camino entre la cocina salada y el mundo de los postres: chocolate y jamón. Sobre el fondo del plato encontramos una deliciosa crema de la grasa del puerco que encajaría a la perfección como snack de bienvenida en cualquier restaurante de corte clásico tipo asador. Nuevamente sublime la textura que se consigue y que, despojada totalmente de su carácter graso, acaricia suavemente el paladar sin provocar esos matices amargos que frecuentemente nos deja la grasa de jamón. Pero el juego, la provocación y, a la par, esos toques amargos que no echábamos de menos, nos los aporta la bola de cacao que descansa sobre la crema. Raro, raro.

    Igualmente raro se percibe el hecho de estructurar un plato que sirve casi para cerrar el menú sobre un simple cogollo de lechuga. El vegetal se presenta aliñado con vinagre de arroz y se acompaña con una quenelle de helado de nata. Caras de sorpresa se dibujan en el rostro de alguno de los comensales cuyo recorrido gastronómico no es exiguo, créanme. El mundo de los postres en la alta cocina en estas primeras décadas del siglo XXI se ha caracterizado por presentar una alternativa al dulce como única opción existente hasta entonces para cerrar un menú. Hemos probado postres que rezumaban acidez, con matices amargos, salinos incluso. Se ha combinado lo dulce con lo picante, pero este pase resulta difícilmente comparable a algo probado con anterioridad.

    Un tanto más convencional nos resulta el pan, aceite y chocolate. Sobre una especie de crumble de pan y chocolate luce una generosa quenelle de helado de aceite de oliva cargada de simbolismo ya que en ella queda patente el producto jienense más universal. El conjunto se remata con una rodaja de mandarina liofilizada a modo de eslabón último de una cadena que se cierra en bucle ya que que justamente comenzamos nuestro menú con este mismo producto. Mucho más goloso y resultón que su predecesor.

    El debate queda abierto

    Son muchos los foros que claman a favor de que la cocina sea considerada como una más de las artes universales. En mi opinión personal, no cabe duda alguna. La cocina desarrollada a lo largo y ancho de este planeta y, con especial énfasis, aquella que surge en muchas de las grandes casas de este país bien merece tal reconocimiento. Y, como ocurre con las demás hermanas mayores, el artista o debería sentirse libre, despojado de condicionantes y tabúes que pongan freno a su creatividad y su sensibilidad. Esa premisa nos queda bien clara en las artes escénicas como el teatro, el cine, la danza o la música donde surgen corrientes minoritarias que generan la controversia o, incluso, el rechazo del público mayoritario. Y, ¿qué decir de la pintura, la escultura o la arquitectura? Todos tenemos en mente producciones que aquellos que nos consideramos parte de esa inmensa masa social difícilmente llegaremos a entender.

    En el mundo de la cocina da la sensación de que todos reman en una misma dirección y que la meta única y común es la satisfacción plena del cliente entendiéndose a éste únicamente desde la óptica como comensal. Cualquier cocinero aspira a que su público valore sus platos desde un punto de vista (o de paladar) puramente hedonista. Pedro Sánchez, al igual que otros colegas de profesión como Andoni Luis Adúriz, se atreve a “tensar la cuerda”, a someter al comensal a un juicio que vaya más allá del clásico “¡Qué bien hemos comido!”. En mi humilde opinión más que perseguir un juicio se persigue un cuestionamiento. De Bagá uno no sale con certezas sino con interrogantes; importa más lo qué se ha experimentado que el cómo se ha comido. ¿Es esta la cocina de vanguardia actual? ¿Es en esta línea hacia dónde debe encaminarse la alta cocina? ¿Es ésta la verdadera meca de los paladares inquietos de la gastronomía?

    Siempre que visito restaurantes que me obligan a un largo desplazamiento o que suponen un esfuerzo económico considerable, son muchas las amistades que reproducen una misma pregunta: – ¿Tú volverías? – me dicen. En el caso de Bagá, de no estar tan lejos de mi lugar de residencia, sin duda alguna. Repetiría cada año o, a lo sumo, cada dos temporadas. Hallándose Jaén tan alejado de mi tierra, cuesta repetir la hazaña de un viaje tan fugaz. Volveré a Bagá, eso creo, pero será en el marco de unas buenas vacaciones para poder disfrutar como se merece de la hospitalidad de los jienenses, en cuyo estandarte más representativo podría erigirse el mismísimo Pedro Sánchez, de una ciudad y un entorno con encantos desconocidos, de otros buenos restaurantes que nos aconsejaron los lugareños y de la noche jienense que tuvimos que interrumpir antes de lo deseado por exigencias del guión. Pero esa es otra historia que hoy no nos ocupa.

    Pueden leer este mismo post pero con el apoyo de imágenes en: https://www.vinowine.es/restaurantes/baga-el-restaurante-donde-comen-los-cocineros.html

    Valoración media 4 4
    Cocina 4 4
    Servicio 5 5
    Local 3 3
    Servicio del vino 4 4
    Relacion calidad-precio 5 5

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