El Celler de Can Roca



Ubicación: Can Sunyer, 48
       Girona (Girona)
       España
Código Postal: 17007
Teléfono: 972222157
Horario:
Menciones: 3 Estrellas Michelin y 3 Soles Repsol
Tipo de cocina: De autor
Te puede interesar: Solo menú
Web: https://cellercanroca.com/
Precio estimado: 300,00€

Valoración media :  
5 stars   1
4 stars   0
3 stars   0
2 stars   0
1 stars   0
5 estrellas de 1 Valoraciones
Cocina 5 5
Servicio 5 5
Local 5 5
Servicio del vino 5 5
Relacion calidad-precio 5 5
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5 comentarios sobre “El Celler de Can Roca

  • el 7 enero, 2022 a las 13:05
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    De camino al Celler.

    Jamás hasta la fecha me había puesto a redactar lo acontecido durante mi paso por un restaurante antes de haberle rendido la correspondiente visita. Nunca. La excepcionalidad del lugar, las circunstancias especiales que envuelven cada visita al Celler de Can Roca y la larga espera que transcurre desde el día en que se confirma la reserva hasta que finalmente llega la esperada fecha me empujan a que ahora, aquí, sentado en la butaca del Euromed en dirección a Barcelona, conecte mi portátil y empiece el relato de lo que, a esta hora, se intuye como lo que va a ser una gran experiencia. No me cabe la menor duda.

    Siguiendo los cánones más clásicos que mi generación absorbió en su paso por la EGB cualquier relato debe ceñirse a esa estructura que, por aquel entonces, se antojaba inquebrantable de “exposición, nudo y desenlace”. A modo de exposición inicial, pues, empezaré contándoles que la que hoy nos ocupa no es mi primera visita a la casa dels germans Roca. La primera vez que pisé las instalaciones del Celler no pasé más allá de sus cocinas y su imponente bodega. No es nada habitual, cierto, pero se presentó la oportunidad con esas condiciones un tanto especiales y no era cuestión de desperdiciarla. El desfile de aquel grupo de privilegiados por las cocinas del restaurante momentos antes de iniciarse el servicio de mediodía, el frenesí de decens de estagers pulcramente ataviados ante los bancos de emplatado, la exposición pausada que nos hizo Joan y el silencio estremecedor al acceder a la bodega del Celler son estímulos que calan bien hondo y que difícilmente pueden dejar a alguien indiferente. Las ganas de llegar a sentarme algún día en una de las mesas del Celler que ya me corroían desde bastante antes se acrecentaron ahora aún más y ya nunca anduve tranquilo hasta que no logré saciarlas.

    La ocasión se presentó un día invernal del año 2014. No entraré en excesivos detalles. Sólo les contaré que aquel día, cuando dejamos atrás las instalaciones del Celler, ya bien entrada la noche, quien hoy les escribe rebosaba felicidad por los cuatro costados y le embargaba la sensación de que algo muy grande acababa de suceder. Aun así, tomé plena consciencia de la relevancia de aquella jornada con el paso de las semanas siguientes, los meses e, incluso, los años. Aquel día, catorce grandes amigos, prácticamente los amigos de siempre, nos sentamos a la mesa del restaurante que, por aquel entonces, encabezaba todos los rankings y ostentaba el galardón de “mejor restaurante del mundo”. Una hazaña muy difícil de conseguir, ciertamente, y, aunque me duela en el alma, prácticamente imposible de repetir.

    La siguiente visita tuvo también su carga emocional extra ya que, al hecho excepcional de volver a conseguir mesa en la considerada verdadera meca gastronómica de este país, se sumaba un plus: poder compartirla con mi familia más allegada en otro de esos eventos que, a priori, se intuye imposible de realizar pero que, cuando se pone mucho empeño y la suerte acompaña, consigue llevarse a cabo. Una noche increíble que siempre retendremos en nuestras retinas, en nuestros paladares, en nuestro corazón.

    La última ocasión es la que hoy nos aguarda. Tal vez hoy no entra en juego ese componente afectivo. Por obra y gracia de un apreciado y admirado amigo, aficionado como yo a esto de la gastronomía (semiprofesional ya, diría yo) que ha tenido a bien acogerme en su mesa, me encamino a Girona a compartirla con otros cuatro comensales a quien todavía no conozco. Sin embargo, el bagaje gastronómico que se intuye en ellos y las ganas de disfrutar que quedan manifiestas en un grupo de whatsapp que rebosa ilusión y buen humor me llevan al convencimiento que otra jornada histórica se avecina.

    Próxima estación: Barcelona – anuncia la megafonía en el vagón del tren. Debo dejarles, aunque sólo sea por unas horas. Mañana les cuento más.

    De vuelta del Celler.

    Retomo mi relato nuevamente desde el tren aunque ahora éste me lleva en sentido contrario, de vuelta a casa. El día ha amanecido gris e invita a la reflexión y la melancolía. Los nervios de los últimos días se tornan ahora en cansancio y alivio. Las expectativas previas son ahora certezas a posteriori. La ilusión desbordante de ayer ha dado paso a la plena satisfacción. La experiencia en el Celler de Can Roca, una vez más, no defraudó y, en algunos aspectos, superó a las anteriormente vividas.

    La historia del Celler de Can Roca y de los tres “germans” Roca es sobradamente conocida entre todas aquellas personas a quienes les ha picado el gusanillo éste de la gastronomía. No es necesario extenderse excesivamente en el relato sobre la tradición hostelera de la familia Roca, su apego al barrio donde crecieron o la implicación de los tres hermanos en un mismo proyecto.

    Sin embargo, sí me gustaría exponerles con más detenimiento y dedicar unas cuantas líneas a un nuevo axioma que ha surgido de improviso en el universo Roca, cuando nadie lo esperaba y en ese mundo donde cada paso que se da parece estar estudiado al milímetro sin dejar espacio a la improvisación o a lo incierto. Intentaré explicarme. Que la pandemia mundial que nos ha azotado y el correspondiente confinamiento al que nos sometimos han dejado una profunda huella en todos me parece un argumento irrefutable. Tal como confiesan muchas personalidades públicas (deportistas, actores, cocineros…) la reclusión en casa les obligo a detenerse, acto éste que algunos no habían podido permitirse jamás antes. Parar, descansar, reflexionar, cuestionarse o reinventarse pasaron a ser acciones habituales entre quienes antes no podían hacerlo por el ritmo frenético que regía en sus vidas.

    Nos cuenta Joan que también a ellos el parón del pasado año les sirvió para formularse esas cuestiones existencialistas que todo el mundillo del arte y la cultura (y ahí entra la cocina) debe hacerse de vez en cuándo: ¿Quiénes somos; de dónde venimos; a dónde vamos? Los Roca así lo hicieron y, a partir de ahí, surgieron las ideas que iluminarían los menús del Celler una vez se le permitiese volver a recibir a sus clientes.

    El menú 2021 es un ejercicio retrospectivo que aúna el placer hedonista para los paladares más exigentes con el reconocimiento a tantos y tantos platos que han desfilado por sus mesas y con los trazos de lo que vamos a encontrarnos en las creaciones de Joan de ahora en adelante.

    Menú festival.

    El arranque del menú me parece extraordinario y de un valor incalculable. Atrás quedó el famoso pase del olivo, el histórico pase de “comerse el mundo” o el desplegable de “comiendo en el bar de los Roca”. Los aperitivos, desprovistos de esos fuegos de artificio, llegan a la mesa a un ritmo frenético. Hasta veinte bocados distintos que reflejan los momentos más relevantes en la historia del restaurante. No se hace alusión a los logros más mediáticos como la llegada progresiva de las estrellas o el reconocimiento como el mejor restaurante del mundo, sino a pasos más existencialistas como la reforma del antiguo Can Roca, la incorporación de Jordi al equipo o el traslado hasta el nuevo restaurante.

    Reconocemos un buen número de snacks que evocan aquellos que fueron platos principales del menú en temporadas pasadas: la contessa de espárragos, el tota la gamba, la olivada… Es increíble el ejercicio de síntesis consiguiendo transmitir toda la personalidad que reunían creaciones de tanta enjundia en un formato mini que, en ocasiones, se toma directamente con las manos o que, a lo sumo, se degusta con dos cucharadas.

    Resulta muy complicado destacar alguno de ellos sobre los demás. Todos, absolutamente todos, de primero al último provocan placer, sonrisa, diversión, felicidad. El ritmo es brutal: pim, pam, pim, pam… Se comienza con la brioche de trufa (2009) que triunfó en su día, triunfa todavía hoy y triunfará siempre; la escudella vegetal (2021) es un consomé estratosférico que aúna tradición y técnica; el buñuelo de cangrejo azul (2001) es una bomba atómica, pero de sabor; el canelón de pularda (2001) despierta suspiros en la mesa; la parpantana de atún con naranja y jengibre es una barbaridad, un guiso del siglo XXI; la brioche de tordo es otro ejemplo de combinar a la perfección la cocina de vanguardia con el sabor. Y así podríamos seguir con todos y cada uno de estos prodigiosos aperitivos.

    Tras un festival de aperitivos que nos ha dejado ciertamente noqueados, afrontamos los pases que podríamos catalogar como entrantes y que nos muestran la actual y más interesante fuente de inspiración de los Roca que surgió principalmente desde ese proceso reflexivo al que se sometieron durante el tiempo en el que el restaurante estuvo cerrado al público. El mundo vegetal como fuente de inspiración, la recuperación de variedades cuasi perdidas y el aprovechamiento de todo aquello que la pachamama nos ofrece son ahora las líneas de flotación sobre las que pivota la cocina de Joan.

    Arrancamos con el mar y montaña vegetal. Se sigue con el pimiento de Girona encurtido y con la grifola frondosa con castaña. Algas, hierbas, flores, hortalizas, setas, frutos secos y frutas frescas… todas las especies que podríamos englobar dentro de eso que conocemos como el reino vegetal e infinidad de técnicas culinarias tradicionales y de vanguardia se combinan de forma magistral en platos de enunciados interminables que evito citar para no apabullar innecesariamente al lector.

    Los tres pases siguientes se centran casi exclusivamente en el mundo de los tubérculos. El calamar con nabo, el apio nabo con pera y el tartar de remolacha son platos fruto y motivo de reflexión por parte del equipo de cocina en el momento de su concepción y del comensal en su ingesta cuando éste llega a la mesa. El producto más humilde llevado a la alta cocina como verdadero protagonista del plato es un campo de investigación con un recorrido de duración impredecible y no exento de riesgo. Se apuesta y, en la mayoría de ocasiones, se acierta. Prueba de ello es un inimaginable tartar con las pencas de remolacha que te transporta a un mundo jamás antes conocido con un resultado que emociona. Épico.

    Acabamos los entrantes con dos pases que miran ahora al mundo marino y que sitúan al comensal en un interesante juego de contraste. De un lado la cigala con artemisa, aceite de vainilla y mantequilla tostada sorprende por la contención en el número de ingredientes y la aparente sencillez tanto en el proceso de cocinado como en su presentación. De otro el escabeche de erizo, puré de patata, caviar de berenjena encurtida, melón cantalupo, botarga, semilla de piparra, puré de cilantro, allioli de azafrán, algas, gelatina de vinagre, ralladura de limón y flor de capuchina supone un ensamblaje complejo de multitud de ingredientes y técnicas con una vistosa presentación que arroja como fruto un plato impresionante, de esos que quedan en la memoria para siempre.

    Como primer plato de pescado nos sirven tres elaboraciones en un mismo pase que toman el rodaballo como ingrediente principal: el carpacho con naranja y oliva negra, el lomo confitado con ajos fritos y su jugo y la aleta a la brasa con pil pil de flor de oxalis. Me resulta imposible destacar alguna de ellas por encima de las demás. Huelga citar la excelencia del producto y la perfecta cocción de éste. Cabe reseñar la textura aterciopelada y la perfecta complementariedad de los jugos y salsas que aderezan con maestría al pescado sin restarle ni un ápice de su protagonismo.

    El segundo pescado que nos sirven y emplatan en la mesa anexa es un fantástico cabracho a la brasa con salsa de cítricos. La concepción un tanto espartana de este pase es una alegoría a la cocina de esencia, un homenaje a la vertiente más tradicional y purista de la gastronomía y un guiño a la tradición mediterránea de servir y compartir en la mesa las elaboraciones que llegan desde la cocina.

    Se arranca el apartado carnívoro con una obra de auténtica orfebrería en clara contraposición con la concepción austera del pase anterior. Del protagonista del plato, el cordero, nos sirven el lomo, las manitas, los sesos, la molleja y el cuello. Cada despiece se acompaña de un cuscús diferente aromatizado en cada caso con vegetales, yerbas y especias diferentes. Brilla por encima de los demás el guiso de sesos de lechal en escabeche con cuscús de coliflor y anisados.

    Se sigue con el pato curado y ahumado con nabos de Talltendre: La carne, cocinada levemente, se sirve acompañada de unas guarniciones que suponen un verdadero despliegue de técnicas que toman el nabo como ingrediente principal: encurtido, en aire, cocido, fermentado, a baja temperatura…

    La pithivier de pularda con trufa y hierbas frescas es una elaboración clásica que chirría un tanto en un menú que rebosa estudio, innovación y riesgo. Se muestra a la mesa el hojaldrado entero que se reparte y emplata en la mesa anexa. Sin presentar fallo alguno en absoluto, tal vez supone el pase menos atractivo de todos cuántos configuran este extraordinario menú.

    Se acaba la parte salada con la liebre a la royal, una elaboración con años de solera en las cocinas del Celler que, temporada tras temporada, se ejecuta de modo magistral en esta casa y que supone un cierre perfecto antes de adentrarse en el mundo del menor de los Roca.

    Entramos en el imprevisible territorio del menor de los Roca de la mano del bosque lluvioso al que veo oportuno añadir la coletilla de 2.0. Me permito hacerlo por qué, en mi última visita (2016), ya salió a la mesa un postre de idéntico nombre. Les confieso que en aquel entonces no me gustó y, al oír nuevamente ese mismo enunciado, me invadió cierta decepción. De entrada el postre no tiene nada que ver ya en su apariencia. Veo una presentación muchísimo más armónica e, incluso, más bella. El resultado en boca también es diferente. Sigue admitiendo los mismos atributos que le dediqué por aquel entonces (innovador, original, raro), pero me resulta de sabor bastante más agradable aunque persiste la ausencia completa de dulzor y sigue despertando vivos debates entre los comensales.

    La bola de colores es un postre cuya presentación en azúcar soplado ya se ha convertido en un icono del Celler. Dentro de la bola encontramos una peculiar macedonia de frutas elaborada con lichis, fruta de la pasión, frambuesas, moras, guayaba, arándanos, albaricoques y un sinfín de hierbas aromáticas que aportan frescura y aroma a un postre bastante más convencional que su predecesor y su sucesor.

    La haba de cacao se elabora en el obrador de la familia exclusivamente con cacao, sin azúcares ni leche por añadidura. Fruto de ello es el marcado carácter amargo del postre y, como consecuencia, cierta sensación de frustración, no por el hecho de relacionar instintivamente chocolate y dulzor, sino por el deseo incontrolable de acabar un festín como el de hoy con un toque más goloso. Cosas de las neuronas, deben de ser.

    El maridaje del Celler.

    Aunque en esta jornada no pudimos contar con la siempre agradable e ilustrativa presencia en sala de Josep Roca, Pitu, el maridaje que nos ofreció su equipo es una impresionante muestra de generosidad, singularidad y conocimiento. A diferencia de otros maridajes más innovadores, en el Celler se juega exclusivamente con el vino, descartando otros brebajes como cervezas, licores o cócteles. Y, dentro del vasto mundo del vino, toman especial protagonismo aquellos provenientes de Francia. Un alto porcentaje de las copas que nos servirán a lo largo del menú tienen su origen en el país galo. Como contrapartida, presencia cuasi testimonial de los vinos nacionales que se limita a la zona de Jerez y a la DO Rioja.

    Hubo sorbos singulares de valor simbólico incuestionable como unas gotas de la solera fundacional González Byass Parte Arroyo, un Domaine Chevalier Steinberg 1995 Magnum, un Amancio 1988 embotellado directamente sin paso por barrica o un Huet Clos de Bourg Moelleux 1971. El servicio del vino funcionó con la misma eficacia y precisión que caracteriza la salida de los platos y no tuvimos que esperar en ningún pase ni la parte sólida ni el acompañamiento líquido correspondiente, ejecutado todo ello de manera discreta, cuasi sigilosa, sin suponer ningún estorbo para los comensales.

    Me cuesta mucho creer que alguien pueda salir decepcionado de la sala del Celler de Can Roca en alguna ocasión. Yo jamás lo he hecho, pero creo que estoy en en condiciones de afirmar que ésta ha sido, sin duda, mi mejor experiencia gastronómica allí. El ejercicio retrospectivo de los Roca y la mirada al futuro con la propuesta vegetal como fuente de inspiración representan un equilibrio magistral entre tradición y modernidad que merece el mayor de los reconocimientos.

    Como en mis anteriores visitas, me sigue fascinando el muestrario inicial de snacks y, sobre todo y por encima de cualquier aspecto gastronómico, me supera la hospitalidad, humanidad y sencillez de esta familia con Joan a la cabeza. Jamás dejará de sorprenderme su discurso pausado, siempre con los pies en la tierra, sensato y convincente. En esta era en que otras figuras destacadas de la cocina española generan un ruido mediático que trasciende mucho más allá de los fogones, los Roca siguen manteniéndose al margen de ello, centrados exclusivamente en que la experiencia en el Celler sea lo más natural, placentera y agradable posible para el cliente. Y, sin lugar a dudas, lo consiguen. Doy fe. Gracias por ello.

    Podéis leer este mismo relato, pero acompañado de imágenes en: https://www.vinowine.es/restaurantes/el-celler-de-can-roca-el-mas-grande.html

    Valoración media 5 5
    Cocina 5 5
    Servicio 5 5
    Local 5 5
    Servicio del vino 5 5
    Relacion calidad-precio 5 5

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